20 de marzo de 2022

METAMORFOSIS. Vladímir Putin, de niño trasgresor a hombre implacable y tirano narcisista.

 El mundo contempla la brutalidad de la invasión de Ucrania ante la incredulidad de lo incomprensible y frente a la inabarcabilidad de la realidad, la ilogicidad del mundo prosoviético y de la conducta inhumana de un líder desatado, impensable en una sociedad civilizada del siglo XXI. 

Mucho se ha dicho y escrito sobre la salud mental, del líder ruso, y no cabe duda que motivos no faltan, dado que cada pocos años prepara un nuevo objetivo bélico, para luego lanzar su ejército, al objeto de dar cumplimiento a sus ansias de gloria y poder, aunque nunca coincidan con las necesidades del  pueblo ruso, de ahí la huida de cerebros y empresas de la Federación Rusa, que algunos ya lo cifran en 300.000 personas y 400 empresas, respectivamente.


Consideraciones de expolíticos y profesionales al respecto.

El expresidente François Hollande, que le trató ampliamente durante la invasión de Crimea y la guerra desatada en el Donbás en 2014, dijo hace pocos días a la prensa que no es locura, ni paranoia, sino que Putin responde a una lógica (su propia lógica) marcada por la determinación de sus ideas. “Putin solo entiende la relación de fuerza y cuando nada se le resiste, avanza”, explicó el exlíder francés.

Ciertamente Putin no es un enajenado, según fuentes consultadas al objeto de trazar su perfil psicológico. Y aunque no esté trastornado, si parece tener una acusada deriva autoritaria, de una personalidad labrada en el rigor y las dificultades, rígida en sus motivaciones y alimentada por décadas de un poder que ha ido convirtiendo en absoluto e incuestionable. Su concepción arbitraria de ese poder le ha llevado hasta el extremo de equiparar hoy su persona con el Estado, en palabras de Eva Borreguero, profesora de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid.

Según Javier Solana, que fue alto representante de Exteriores de la UE y jefe de la OTAN,  Putin no es una persona conocible” y no te deja ver más de lo que quiere que veas”.

Breve monografía

Vladímir Vladímirovich Putin nació en 1952 en Leningrado (hoy San Petersburgo), hijo tardío de obreros humildes. Su padre trabajaba en una fábrica, su abuelo había sido cocinero y su bisabuelo, siervo en el campo, un historial común en esa Unión Soviética comunista nacida tras enterrar un zarismo feudal.

Se crio en una komunalka, ( pisos humildes de los tiempos comunistas) . De niño fue tan gamberro y “hooligan”, como él mismo reconocía, que no le admitieron en los pioneros (organización juvenil soviética). “Crecer en el patio era como vivir en la jungla”, dijo el propio Putin. Pelear hasta el final, golpear primero, sin marcha atrás, entre el culto a la fuerza y el poder de las bandas callejeras y la obligación de no mostrar jamás dudas morales ni el propio sufrimiento. Y más allá de la leyenda que haya podido construirse en torno a ese chico bajito y trasgresor de un Leningrado muy lejano a la fama intelectual y elitista de esta ciudad, reflejan el entorno en que creció.

Allí se mezcló con bandas de delincuentes hasta que, según testimonios recogidos en la miniserie documental de la BBC Putin, de espía a presidente, algo le salvó de la marginalidad: aprendió y se enganchó al yudo, un deporte en el que el KGB ojeaba y reclutaba a chicos. “Era un abusón y un pandillero y el deporte le salvó”, dice Alex Golfdarb, científico y activista ruso autor de Muerte de un disidente (Taurus), en el citado documental. “El yudo le sacó de la calle”.

Putin logró acabar los estudios y graduarse en Derecho, pero en el yudo y en los cursos que tomó para ser agente del KGB en San Petersburgo y en el Instituto Andrópov de Moscú debió aprender y labrar buena parte de las características que ha demostrado en su andadura: el hermetismo, la inexpresividad, el cálculo de oportunidades, el dominio absoluto y opacidad de lo íntimo, una frialdad que llega a amedrentar a sus interlocutores y esa máxima de las artes marciales que te enseña a utilizar y revertir la fuerza del rival contra sí mismo.

Y finalmente, tras ser reclutado por el KGB y pasar seis años en Dresde, la caída del Muro de Berlín le devolvió a su Leningrado natal. Anatoli Sobchak, entonces profesor en la Universidad Estatal (en la que había estudiado Putin), le acogió y le fichó luego como asesor cuando se convirtió en el primer alcalde democráticamente elegido de la ciudad, donde tuvo varios cargos, incluido vicealcalde, y según cuentan. Putin sabía siempre lo que hacer. Y supuestamente tal fue su éxito, a ojos del establishment (la clase dominante) pos-soviético que, en cuanto Sobchak perdió las elecciones en 1996, la Administración del presidente Yeltsin se lo llevó a Moscú.

Su ascenso ahí fue meteórico, desde la dirección de la Gestión de Bienes a responsable de Regiones, luego director del FSB (antiguo KGB, donde en su día había llegado a teniente coronel) en 1998, primer ministro en agosto de 1999 y, el 31 de diciembre de ese año, tras la dimisión de un Yeltsin alcoholizado y decrépito, presidente interino.

Reflexiones de distintas personalidades conocedoras del líder ruso

Había llegado a la cumbre política aunque no de manera casual pues, como dice Solana, saltó a Moscú a ayudar a Yeltsin, a arreglarle su salida sin represalias contra él y su familia y a organizarle, en pocas palabras, la mejor jubilación posible en su estado.

Gleb Pavlovsky, asesor en la campaña presidencial de Putin, cuenta en el citado documental que se hizo una encuesta entre los rusos sobre qué características debía tener un presidente y la mayoría había señalado a un personaje de cine: Stirlitz, el James Bond ruso.

José Manuel Durão Barroso, quien fue presidente de la Comisión Europea de 2004 a 2014, le conoció ampliamente porque compartió con él 25 intensas cumbres en múltiples lugares y todo tipo de situaciones, incluso alguna llamada intempestiva. “Es el líder que más he tratado fuera de la UE”, rememora ahora. Y recuerda sobre todo lo que llama “relámpagos, los estallidos de indignación” que entonces eran momentáneos en reuniones y cumbres por lo demás correctas. “Recuerdo una noche que nos llevó en su yate presidencial por el Volga tras una cena informal en Samara, era todo cordial, una noche magnífica y perfecta, incluso había luna llena. Y Merkel [excanciller alemana] le preguntó por el sabotaje a un gasoducto y estalló indignado, armó una buena”, cuenta Durão.

El portugués ha observado su evolución y cree que esos estallidos que entonces duraban instantes son los que ahora pueden prolongarse sin fin, como en el discurso del 22 de febrero previo a la invasión de Ucrania. “Cuando le vi, pensé que era exactamente la misma expresión, pero lo que antes era un estallido de un minuto ahora es una hora”.

El dirigente portugués cuenta que Putin tiene “un resentimiento, un revanchismo y una agresividad” con los que intenta “compensar su inseguridad de origen y de educación”. Porque ni es un intelectual ni demasiado culto y, además, no es carismático.

Dentro de Rusia, esa evolución la ha contemplado el periodista ruso Mikhail Zygar, que estos días contaba en The New York Times cómo el hombre que siempre fue “reservado y conspiranoico” ha entrado en una deriva de inaccesibilidad que le ha llevado a rodearse solo de “creadores de falsas doctrinas, impostores y calumniadores”.

Zygar, autor del libro All the Kremlin’s men (Todos los hombres del Kremlin), asegura que el presidente ha estado los dos últimos años recluido. En ese contexto, Putin “ha perdido interés en el presente y está obsesionado con el pasado”. Para verle, se ha rodeado de tales protocolos de cuarentena y aislamiento que recuerdan los comportamientos de emperadores o tiranos.

El Putin que yo conocí y traté hace 20 años ha cambiado”, cuenta Álvaro Gil-Robles, quien tuvo numerosas reuniones sobre la situación en Chechenia como comisario de Derechos Humanos del Consejo de Europa. “Entonces era una persona distante, lo que es lógico en muchos políticos, previsible en sus posiciones, pero se podía negociar con él y lo que se acordaba, no se movía. El de hoy lo desconozco completamente: esta brutalidad, esta crueldad no es el que yo conocí. Esto no quiere decir que fuera un angelito, ya tenía gestos autoritarios, pero no es el mismo”.

Gil-Robles y también Solana se refieren por ejemplo a esa escena de distanciamiento con Macron, al que sentó en la otra punta de una larga mesa en el Kremlin. “Cuando hablaba con él, estábamos en sendos sillones en torno a una mesita normal”, recuerda Ril-Robles. “No había esa agresividad, ese ego personal de quien se sienta solo en la mesa como un zar mientras los demás permanecen apartados. Así no le conocí yo”.

Entonces era alguien que calculaba, jugaba con qué cedía y qué conseguía a cambio, había un espacio para el diálogo y el entendimiento y así logramos crear, por ejemplo, la figura del defensor del pueblo en Chechenia o la reapertura de un juicio contra un militar violador. Eso hoy sería imposible”, asegura Gil-Robles.


El líder ruso de hoy, muestra perfil psicológico de rasgos determinados, según Jorge Sobral, catedrático de Psicología Criminal de la Universidad de Santiago de Compostela, aclara que no puede diagnosticar a Putin sin un análisis profesional, pero que el presidente ruso tiene (coincidiendo con otros profesionales) "un fuerte componente narcisista”. “Y el narcisismo”, dice, “es una degeneración de la autoestima cuando el yo se convierte en el eje de tu percepción de la realidad”. Por ello, Putin “ha puesto al servicio del narcisismo la mentira, la manipulación y la justificación de todos los medios para llegar al fin y lo que en psicología llamamos maquiavelismo”.

Otro de los elementos es la audacia, esa especie de valentía al servicio de sus finalidades, a veces perversas, la desinhibición absoluta como la que ha mostrado con los opositores encarcelados, los periodistas asesinados y ahora los ucranios. Que ya se vio en Eso se vio en la segunda guerra de Chechenia (primera de Putin, cuando aún era primer ministro), y en la exhibición de su fuerza en los asesinatos de disidentes como Litvinenko o Sripal cuando podían haber sido discretos. “Esta insensibilidad ante el dolor ajeno es típica de los tiranos”, prosigue Sobral.

Ahí engarza con esa lógica propia que mencionaba Hollande y con el diagnóstico más simple, pero certero, con que Biden sorprendió al mundo al inicio de su mandato cuando dijo: “Es un asesino”. Su “desconexión moral”, dice Sobral, le lleva a tergiversar el análisis de la realidad, a culpabilizar a la víctima, mismo truco de autoengaño que practican los agresores sexuales, los genocidas y los abusadores.

Es perfectamente posible que se lo crean y eso les hace todavía más peligrosos. Si te desconectas de la moral consensuada para crear tu propio universo moral, tienes el círculo perfecto para legitimar la barbarie”.

El resto de la historia es conocida: la deriva autoritaria, la forja de su propio universo moral y la insensibilidad ante el dolor ajeno o propio que describen los psicólogos le ha llevado hasta una invasión a Ucrania que nadie sabe dónde tendrá sus límites. Un Putin irreconocible en el que todos coinciden, y que a las pruebas de las guerras iniciadas por él, sin mediar provocación, nos remitimos.

Fuente: El Pais.com