Los impulsores del referéndum no pueden invocar ningún derecho anterior que jamás existió
Las elecciones de 1931 supusieron una victoria holgada de la Esquerra
catalana. Pero el problema de este partido no era ganar las elecciones, sino
conseguir poder suficiente para poder sacar adelante sus políticas
nacionalistas. Representante de un catalanismo exaltado, Francesc Macià
proclamó la República Catalana en abril de 1931 y fue necesario un viaje de
tres ministros del Gobierno provisional de Madrid para que se llegara a un
acuerdo consistente en la creación de un poder Ejecutivo catalán (la
Generalitat) que debería elaborar un estatuto de autonomía, un texto legal que
sería presentado en las Cortes Constituyentes.
Finalmente, un decreto del Gobierno legalizó la Generalitat de Catalunya
con el objetivo de que elaborara el ansiado Estatut. El 2 de agosto, el texto
fue sometido a referéndum con el apoyo de todos los partidos catalanes de uno y
otro espectro ideológico. El resultado fue abrumador y el voto afirmativo
superó el 90 por ciento. En el resto de España, tal como era de esperar, el
Estatuto fue criticado por los sectores más conservadores, que vieron peligrar
la unidad de España. Entre los detractores estaban no solo las fuerzas más
reaccionarias, sino también los liberales y ciertos sectores inmovilistas del
PSOE. Nada que no esté ocurriendo también en nuestros días. No deja de sorprender
la exactitud con la que suelen repetirse los acontecimientos históricos.
El 9 de septiembre el Gobierno sometió a votación el Estatut en las
Cortes. Con 314 votos a favor y 24 en contra, el texto legal fue tramitado por
amplia mayoría en un momento histórico para el país. Por primera vez se daba
carta de naturaleza a un nacionalismo periférico y se le reconocían amplios
derechos políticos. Por un momento parecía que aquella tierra en permanente
conflicto podía tener un encaje honroso en el Estado español. No obstante, el
documento fue debidamente pulido a su paso por el Parlamento nacional, un
episodio que recuerda a ese otro Estatut que se aprobó hace poco más de una
década, el de Zapatero, y que finalmente también sería lijado en sus artículos
más conflictivos.
La ofensiva del PP de Rajoy derivaría más tarde en la sentencia del
Tribunal Constitucional del 28 de junio de 2010 y de aquellos polvos estos
lodos. Al igual que las fuerzas conservadoras frenaron el ansia de autogobierno
de los catalanes en los años treinta del pasado siglo, el Partido Popular echó
el freno a más autogobierno descentralizador. De ahí esa idea de que el
gabinete Rajoy tuvo buena parte de responsabilidad en la crisis política que
vivimos hoy debido a su furibunda campaña de recogida de firmas contra el
Estatuto. Aquella operación de propaganda orquestada por los mismos que estos
días se oponen a los indultos de Oriol Junqueras y los suyos solo sirvió para
aumentar el antiespañolismo en tierras catalanas, mientras que el anticatalanismo
también se propagó de forma preocupante por el resto del país. Sin duda, el
Gobierno del PP, con su instransigencia, destapó la caja de los truenos,
poniendo en marcha el procés, el salto delante de Artur Mas y las leyes de
desconexión con España.
Pero volvamos al Estatut de 1932. Las modificaciones que introdujo el
Parlamento español supusieron, entre otras cosas, que la soberanía nacional no
recaería en el pueblo catalán (como recogía el proyecto inicial) sino en las
Cortes Españolas como expresión de la soberanía popular del pueblo español.
Además, se redujeron drásticamente las competencias de la Generalitat en
cuestiones como el orden público o la Hacienda.
República y Estatut
El Estatut jugó un papel esencial en la configuración del modelo territorial
de la Segunda República. La Comisión Jurídica Asesora, repudiando el modelo
federal, propuso la aceptación de las autonomías regionales. En el momento del
debate se plantearon tres posibilidades: la federal; la que, partiendo de un
modelo de organización del Estado en grandes comarcas, como las denominaba
Ortega, hubiese supuesto una especie de autonomismo generalizado; y la tesis
realista, consistente en reconocer una serie de regiones con instituciones
propias allí donde ese sentimiento hubiera ya demostrado una virtualidad
efectiva. Aunque se buscó diversas denominaciones para esta última fórmula
(Alcalá Zamora llegó a hablar de “estadio federable”) fue en definitiva la
adoptada por los constituyentes de 1931.
Su principal defensor fue Jiménez de Asúa, que la justificó siguiendo el
modelo alemán de Estado integral partiendo de la base de que tanto el
unitarismo como el federalismo estaban en crisis. En realidad, la Constitución
de 1931 lo único que establecía, partiendo de estos criterios realistas, era la
autonomía de los municipios, mientras que la de las regiones sería potestativa.
Se trataba por tanto de un Estado unitario que no aceptaba la autodeterminación
de sus regiones en forma de nueva República y que hacía posible la autonomía
regional, pero cuya estructura definitiva podía resultar disfuncional a la
larga, sin que sea posible emitir un juicio al respecto dada la limitada
duración que tuvo.
En cuanto a las competencias, en la propia discusión sobre el diseño de
la Constitución ya hubo problemas de divergencia, incluso en el seno de la
mayoría gubernamental al reclamar los socialistas que la competencia para
legislar sobre materias sociales fuera exclusivamente estatal. Pero que quede
claro para aquellos nostálgicos del franquismo que pretenden culpar a la
Segunda República de los nacionalismos periféricos de hoy: el Gobierno
republicano jamás aceptó el derecho a la autodeterminación de ningún pueblo de
España.
Fuente: Diario16.es