Los populismos explotan la frustración que subyace en la sociedad para promover la polarización y erosionar la democracia.
Tan solo en las últimas semanas, aparecen múltiples señales en ese
sentido: el dramático descenso hacia el abismo de la democracia peruana; la
constatación de la involución de Túnez —antaño gran esperanza democrática en el
mundo árabe—, que ha celebrado antes de Navidades unas elecciones con un 11% de
participación que lo dice todo respecto a las credenciales del proceso; o la
aprobación a principios de diciembre, en Indonesia —otra esperanza democrática
en el mundo musulmán—, de un nuevo Código Penal que tipifica una persecución de
la homosexualidad incompatible con cualquier estándar liberal; en Turquía, el
Tribunal Constitucional ha bloqueado, en un año electoral, las cuentas del
partido prokurdo HDP, el tercero más votado del país, que afronta un serio
riesgo de ilegalización.
Estos desarrollos son solo los últimos en un fenómeno de deterioro
democrático acerca del que instituciones y centros de estudio vienen alertando
desde hace tiempo. Ello no excluye que, a la vez, las democracias muestren
también notables síntomas de resiliencia, por ejemplo, con la capacidad de
expulsar naturalmente del poder a figuras como Donald Trump y Bolsonaro,
sobreponerse a las intentonas de sus partidarios más radicales, o demostrando
en múltiples ámbitos su superioridad ante unos regímenes autoritarios que
sufren grandes turbulencias.
Pero ello no puede inducir a la complacencia. La inquietud de los
expertos es prácticamente unánime. Freedom House, por ejemplo, registra desde
hace 16 años un retroceso de la libertad en el mundo. En ese periodo, cada año
son más los países en los que la organización observa un retroceso que aquellos
que logran avances. El balance de 2021, por ejemplo, arrojó 60 en retroceso y
25 en progreso.
Asimismo, el Instituto para la Democracia y la Asistencia Electoral
—IDEA, por sus siglas en inglés, una organización intergubernamental respaldada
por 34 Estados— detecta que, entre el centenar de países calificados como
democracias, hay desde hace una década un fuerte ascenso del número de aquellos
que sufren una contracción moderada o aguda de sus cualidades democráticas. En
el último análisis disponible, publicado en noviembre, había 48 en el lote en
retroceso, sobre un total de 104. Aquellos en mejora fueron 14.
En la misma línea se pronuncia, por ejemplo, el Instituto V-Dem de la
Universidad de Gotemburgo, que destaca en su último informe anual, entre otros
asuntos, el aumento de países con niveles tóxicos de polarización. Según V-Dem,
a escala global el mundo ha regresado a los niveles de democracia de 1989,
cuando empezó una fuerte ola expansiva que se ha ido replegando en los últimos
lustros.
Por otra parte, son muchas las encuestas de alcance internacional —por
ejemplo, del Pew Center— que señalan niveles preocupantes de desconfianza en el
sistema político democrático. Un estudio de la Universidad de Cambridge apunta
al especial desapego en el seno de las generaciones más jóvenes.
“El panorama para la democracia a escala global no es halagüeño. La
multiplicación de síntomas ominosos ha crecido muchísimo en los últimos años”,
opina Kevin Casas-Zamora, secretario general de IDEA y exvicepresidente segundo
de Costa Rica. “Los principales estudios en esta materia coinciden en mostrar
una tendencia de deterioro”, dice Gerardo Berthin, vicepresidente de Freedom
House responsable de programas internacionales.
LA RESILIENCIA
Pese a todas estas fragilidades, las democracias demuestran estos días
rasgos de resiliencia. No solo por cómo se han sobrepuesto a los desafíos
trumpista y bolsonarista, sino también por la calidad de algunos de sus
resultados, por su persistente superioridad frente a las autocracias en
múltiples ámbitos.
Al principio de la pandemia, muchos observaron las dificultades de las
democracias comparándolas con la gestión china, que pareció más eficaz, y
reforzó ciertos argumentos sobre los beneficios del modelo autoritario. Tres
años después, China se halla empantanada en un complejo manejo de la crisis de
la covid, mientras las democracias la han dejado a sus espaldas, con la
brillantez farmacéutica en la producción de vacunas y con una reacción
solidaria europea entre otros aciertos.
La guerra en Ucrania también evidencia la persistente superioridad
militar de las democracias. La entrega de armamento de alcance limitado, el
entrenamiento y suministro de información de inteligencia, han sido suficientes
—junto con la valentía y la habilidad de las fuerzas ucranias— para frenar a
una supuesta superpotencia como Rusia. Por otra parte, han demostrado un eficaz
grado de coordinación entre ellas, y en el caso de las europeas —con la
inestimable ayuda de una meteorología favorable— para sobreponerse al problema
de la dependencia energética.
Estos rasgos de eficacia y vitalidad se suman a los cimientos
inigualados de los proyectos democráticos, empezando por el respeto a la
libertad del individuo y una plenitud de derechos sin parangón. Es preciso
ponderar bien el significado de las protestas en China ante las brutales
medidas de control pandémico, que indujeron un giro político con rasgos de
pánico de las autoridades ante la ira ciudadana. O en Irán, ante la lamentable
discriminación de las mujeres.
Pero estos elementos positivos no bastan para garantizar un futuro
luminoso.
“Las demandas sociales están creciendo a una velocidad exponencial. La
capacidad de responder no ha avanzado al mismo paso. Es esencial que las
democracias apliquen su virtuoso mecanismo de autocorrección a esto: lograr
reducir la brecha entre demandas y capacidad de responder”, dice Casas-Zamora,
quien sostiene que es necesaria una reformulación del contrato social.
En la UE, el viraje de la austeridad posterior a la crisis de 2008 a la
respuesta anticíclica frente a la pandemia se parece mucho a un intento de
nuevo contrato social. “Las políticas de austeridad son peligrosas para la
democracia. El Next Generation EU [plan de recuperación] es, sin duda, un
movimiento de maduración en ese sentido”, dice Gerbaudo.
El sociólogo invita en cualquier caso a no subestimar los asaltos a las
instituciones fracasados de EE UU y Brasil, o la red ultra desmantelada en
diciembre en Alemania que pretendía dar un golpe de Estado. “No han sido
exitosos y tienen rasgos pintorescos. Pero no debe infravalorarse lo que significa.
Hay debate sobre si son aventuras fascistas o posfascistas. A mi juicio,
recuerdan a esos movimientos de nacionalismo autoritario prefascista de finales
del siglo XIX y principios del XX”.
Fuente: El Pais.com
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