Un estudio de la
Universidad de Princeton analiza si la diseminación asintomática puede ser una
estrategia evolutiva exitosa del nuevo virus SARS-CoV-2
Un asilo de ancianos
de Washington se infectó con coronavirus. Se confirmaron 167 positivos de
Covid-19, entre los que había 101 residentes, 50 miembros del personal
sanitario y 16 visitantes del centro. Murieron 34 ancianos, si bien 7 no
mostraron ningún síntoma a pesar de contraer el virus. Algo parecido ocurrió
cuando se hicieron pruebas a 397 personas de un refugio para gente sin hogar en
Boston: después de hacer test a los asintomáticos, las pruebas mostraron que
había un 36% de positivos en SARS-CoV-2 aparentemente sanos. Un porcentaje
similar revelaron las pruebas que se realizaron a los ciudadanos japoneses
evacuados desde Wuhan: alrededor del 30% de los infectados no mostraban
síntomas. Y un estudio italiano preliminar señala que este porcentaje se podría
elevar hasta el 43% de los positivos en términos generales. Los pacientes
asintomáticos son, a la vez, alivio y preocupación en las estrategias contra la
pandemia global del coronavirus. Pero, ¿qué significan a nivel microscópico?
¿Puede ser el propio plan evolutivo del Covid-19 para expandirse más y mejor
entre la población humana?
Esta es la teoría que
barajan investigadores de la Universidad de Princeton (EE. UU.), que acaban de
publicar los resultados en la revista « Proceedings of the National Academy of
Sciences». En concreto, expusieron pros y contras de la propagación
«silenciosa» del coronavirus en base a dos teorías: ¿la transmisión
asintomática permite que el virus infecte a un mayor número de personas? ¿O es
la falta de síntomas la que, eventualmente, disminuye la propagación y reduce
la supervivencia del SARS-CoV-2 a largo plazo?
«Por varias razones,
una etapa asintomática podría proporcionar ciertos beneficios al patógeno»,
explica Bryan Grenfell, biólogo de Princeton y uno de los autores de la
investigación. «Con la crisis de Covid-19, la importancia de esta fase
asintomática se ha vuelto extremadamente relevante». Sobre todo, de cara a
evaluar las posibles medidas para acabar con este patógeno.
La naturaleza se abre
paso
Igual que ocurre con
organismos más complejos, los virus pueden evolucionar por selección natural.
La mutación genera nuevas variantes y, si estos cambios benefician la
transmisión del patógeno, entonces esa cepa del virus se extenderá. De hecho,
las enfermedades más virulentas a menudo son menos mortales, ya que el
fallecimiento del huésped de manera rápida y sin posibilidad de contagiar a
mucha gente no favorece su expansión.
«La evolución viral
implica una compensación entre el aumento de la tasa de transmisión y el
mantenimiento del huésped como base de propagación», afirma Simon Levin,
profesor de Princeton en Ecología y Biología Evolutiva. «Las especies que
utilizan esta compensación de manera más efectiva desplazarán a otras en la
población».
El «juego» entre
patógeno y huésped
Para comprenderlo,
hay que pensar en una suerte de «juego» entre patógeno y huésped, en el que la
supervivencia es la meta final y la evolución la herramienta para hacerse con
la victoria. Así, los asintomáticos serían una ventaja a corto plazo para el
virus, ya que las estrategias de la sociedad huésped a la que infectan (en este
caso, la especie humana) son difíciles de implementar: las personas infecciosas
que carecen de síntomas tienden a seguir con normalidad su vida, entrando en
contacto con mucha gente susceptible de ser contagiada. En contraste, una
persona que desarrolla fiebre y tos puede ser más propensa a aislarse, por
ejemplo, al quedarse en casa y no ir al trabajo.
Pero también hay
inconvenientes: las personas sin síntomas pueden generar menos partículas
infecciosas y, por lo tanto, contagiar de forma más limitada con un estornudo
violento o una tos fuerte. Esto significa que la transmisión general podría
reducirse con el tiempo.
Los investigadores
utilizaron modelos de enfermedades para explorar las compensaciones entre estos
escenarios. De hecho, esta investigación se realizó antes de que el nuevo
coronavirus apareciera en escena. Chadi Saad-Roy, primer autor de la
investigación, usó la gripe como modelo de una infección que puede no mostrar
síntomas y que además tuviera una incidencia significativa. «Me preguntaba por
qué la gripe asintomática surgía en la evolución y es así como formulamos un
modelo simple para tratar de entender por qué la evolución favorecería ese
comportamiento», afirma Saad-Roy.
Síntomas variables e
inexistentes
Los patógenos pueden
exhibir una variedad de comportamientos que contribuyen a su propagación.
Algunos virus, como el VIH, se extienden antes de mostrar síntomas. Otros se
transmiten a la vez que aparecen los síntomas, como la viruela. La mayoría
probablemente emplean una combinación de ambas, como se ha demostrado con la
gripe o el nuevo coronavirus.
Para estudiar el
efecto de la transmisión asintomática, el equipo realizó modificaciones a un
modelo matemático estándar de cómo una enfermedad se propaga a través de una
población. El modelo divide a la población en individuos susceptibles,
infectados y recuperados. Además, a los infectados los dividieron a su vez en
dos etapas: en la primera, los investigadores podrían variar el nivel de los
síntomas en ninguno, algunos y significativos. En la segunda, los individuos
son completamente sintomáticos. El equipo se centró no solo en el efecto de la
variación de los síntomas en la propagación de la enfermedad, sino también en
las consecuencias evolutivas de mostrar niveles variables de síntomas en la
primera etapa.
Fuente: Abc.es