En la red
han encontrado cobijo grupos terroristas y partidos de extrema derecha que han
aprovechado la instantaneidad y la falta de control para esparcir el discurso
del odio.
Hace pocos
meses, ayer como quien dice, Vox era motivo de burla. El partido de Santiago
Abascal se comportaba en las elecciones como un chiste que no funcionaba. En
los comicios generales de junio de 2016 obtuvo un 0,20% de los votos, o lo que
es lo mismo, apenas 47.182 personas depositaron la papeleta verde en las urnas.
Han pasado poco menos de tres años y los sondeos le otorgan entre 30 y 50
diputados en la convocatoria del próximo 28 de abril, tras haber conquistado 12
asientos en el Parlamento de Andalucía. ¿Qué ha pasado para que, en un período
de tiempo tan corto, un mal chiste se haya convertido en una broma pesada?
Cuando en febrero
2007, Federico Jiménez Losantos acudió a La Noche de Quintero, programa que el Loco de la Colina presentó en TVE, y dijo lo siguiente: “No creo que en España surjan
partidos de extrema derecha mientras que el PP no abandone la defensa de la
unidad nacional”, el tiempo demostró que no iba desencaminado.
El proceso
soberanista en Cataluña ha conseguido abrir una espita en el hasta ahora
inamovible régimen del 78, y aunque los pilares del tardofranquismo se han
demostrado sólidos ante la adversidad, de aquella grieta han surgido los
fantasmas de la ultraderecha, mal que le pese a Aznar, pues durante 40 años
habían dormitado plácidamente en las anchas posaderas del PP.
Para el
espectro político más reaccionario, Rajoy llegó mal y tarde al auxilio de la
sacrosanta unidad del Estado, y es ahí, entre los alaridos de los que ansiaban
el ruido de los tanques por la Diagonal, donde Vox ha encontrado un caladero de
votos en la España carpetovetónica.
Acusar a
los independentistas catalanes de haber despertado el “fantasma del fascismo”,
como hizo Pablo Iglesias, sería tan ruin como señalar a la lengua muy larga y a
la falda muy corta, en lugar de al abusador, pero bien es cierto que los
templarios de Abascal han sabido utilizar el diálogo de sordos entre Cataluña y
España para atraer a los nostálgicos de aquellos tiempos donde el vetusto
imperio solucionaba los problemas territoriales poniendo una pica en Flandes.
El río
estaba revuelto, pero a Vox le faltaba la red con la que proceder a la captura.
En aquellos días, los medios de comunicación estaban fascinados por la planta
de caballero y el aspecto de yerno perfecto que un Albert Rivera bendecido por
los aromas del Ibex35 destilaba en los platós de televisión, mientras que la
formación de Abascal tenía que conformarse con el pestilente hedor a Varón
Dandy que rezumaban los programas de Intereconomía. Fue entonces cuando
irrumpió en escena otro hidalgo de perfume naftalino y le mostró a Vox el
camino para transitar desde los márgenes del debate público al centro mismo de
la conversación.
Durante
años, Donald Trump deambuló por un camino paralelo al de los partidos de
extrema derecha españoles. El multimillonario neoyorkino era el convidado de
piedra en la carrera electoral, el elemento histriónico con el que las televisiones
estadounidenses animaban los tediosos procesos de primarias, la chanza de los
humoristas de la stand up-comedy, el bufón, triste y patizambo, que hacía reír
a carcajadas al establishment de Washington. Pero entonces, en aquel trayecto
hacia el ostracismo, Trump se cruzó con el multimillonario Robert Mercer, un
ultraconservador anarco capitalista que estaba dispuesto a invertir una fortuna
para devolver al país al trote de la América tradicional, y que contaba, entre
sus peregrinos del Mayflower, con un tal Steve Bannon.
De Stephen
Kevin Bannon se ha hablado largo y tendido. El asesor que impulsó a Trump hasta
la Casa Blanca supo interpretar mejor que nadie el descontento de una
ciudadanía que acabó hastiada de los lugares comunes de la administración
Obama, y entendió que para catalizar todo aquel hartazgo existía un subterfugio
a salvo de la alienación de los medios de comunicación.
La batalla
por el discurso se juega hoy en internet, y es allí, en el tablero de las redes
sociales, donde los nuevos populismos de extrema derecha han sabido moverse
como los viejos maestros soviéticos del ajedrez.
El triunfo
del discurso del odio, de la aversión al diferente, del patrioterismo rancio
del himno y de las banderas; la victoria de una idea de país tan pequeña que
podía caber en una caja de zapatos, es a su vez el fracaso de los grandes
gigantes de Silicon Valley para acabar con la toxicidad que domina las redes
sociales.
“Hemos
fracasado”, reconocía Jack Dorsey, CEO de Twitter, durante una entrevista con
la periodista Kara Swisher, acerca de lo infructuoso que han resultado las
iniciativas que el servicio de microblogging ha puesto en marcha para intentar
frenar el acoso que sufren muchos de sus usuarios.
El
periodista Manu Garrido desgranaba hace poco, en un artículo, algunos datos que evidenciaban
esta incapacidad, como los 4 millones de tuits antisemitas que se publicaron en
2017, o los mensajes de acoso (uno cada 30 segundos) que reciben mujeres
políticas y periodistas, o lo que es aún más sintomático, la inseguridad de sus
propios trabajadores; la compañía ha pedido mantener su anonimato a los medios
de comunicación que han visitado sus oficinas, por miedo a posibles
represalias.
Las
rendijas de seguridad de Twitter, permiten cada día la bilis iracunda de los
trolls, los dogmas teledirigidos de los bots y las falacias de las fake news. Y
de postre, un poco de la leyenda, o no, del shadow banning.
Lo cierto
es que el shadow baninng existe, pero Twitter argumenta que, lejos de las
teorías conspirativas que prenden en los mentideros de internet, se trata de
una estrategia para combatir el acoso, que también utilizan otras plataformas como
Reddit o Instagram.
Según un
artículo de The Verge, la web del pájaro azul comenzó a implementar una serie
de nuevos filtros para prevenir el hostigamiento y excluir de la conversación a
aquellos perfiles que suelen utilizar un lenguaje amenazante. Lo hace mediante
un análisis automatizado de palabras prohibidas, entre las que se encuentran
“subnormal”, “puta”, “retrasado”, “maricón”, “gordo”, “negrata” o los términos
“matar”, “morir” y “muerte” en todas sus formas. El problema reside en que la
decisión sobre qué resulta amenazante o vejatorio recae en un algoritmo que no
puede interpretar el contexto, y es en este vacío donde han florecido una serie
de cuentas que se dedican a reportar usuarios contrarios a su ideología.
Otra gran
problemática para la que Twitter se ha mostrado inoperante es la de los bots;
cuentas automatizadas creadas para difundir mensajes y retuitear spam, en torno
a las cuales ha germinado el floreciente negocio de las llamadas granjas de
trolls.
No se trata
de la injerencia rusa en los procesos electorales de Europa y Estados Unidos,
como han defendido algunos medios de comunicación. La explicación es mucho más trivial;
son empresas que explotan a parados, estudiantes, publicistas en apuros, amas
de casa e incluso jubilados. Solo necesitan conocer el manejo de las redes
sociales y seguir las directrices que les marca el patrón. Es un negocio
precario, con un salario de miseria que oscila según el volumen de tuits que
sean capaces de producir. Cuando una marca o un partido político quiere colocar
un mensaje en la conversación de las redes sociales, los granjeros diseminan el
encargo utilizando hashtags e interactuando entre ellos. Atacan en grupo y se
han demostrado muy eficaces en la consecución de sus objetivos.
La
usabilidad de las granjas de trolls también funciona para aumentar la
popularidad de un usuario, o para desprestigiarla. En 2016, la cuenta de
Mariano Rajoy experimentó un crecimiento de 60.000 nuevos seguidores en apenas
unos días. Perfiles con nombres en árabe y sin apenas actividad comenzaron a
interesarse por las opiniones del por entonces presidente del gobierno, y
aunque pudiera parecer que se trató de una estrategia para incrementar la
nombradía del líder popular, una investigación interna de Twitter apuntó todo
lo contrario.
Cualquiera
puede comprar miles de seguidores falsos, para uno mismo o para un tercero, sin
que éste lo sepa o haya dado previamente su consentimiento. Esto podría
explicar otro de los mayores entuertos a los que han tenido que hacer frente en
las oficinas del pájaro azul, cuando a principios de 2018, usuarios como
@jonathanmartinz @protestona1 o @xuxipc denunciaron que sus seguidores reales
estaban siendo sustituidos por centenares de cuentas falsas. Fue tal el revuelo
que Twitter tuvo que salir al paso argumentando que se trataba de un bug (un
error de software) de solución, dijeron, “casi inmediata”.
Dejando a
un lado las ocurrencias cuartomilenaicas que algunos tuiteros alimentan, la
realidad es mucho menos atractiva. Twitter, como reconoció el propio Dorsey, ha
fracasado en sus intentos por mantener la interacción dentro de los límites de
un ambiente respirable. Lo que en un principio fue concebido como un servicio
para intercambiar opiniones, se ha convertido en una ciénaga donde mujeres,
homosexuales y minorías raciales son permanentemente hostigadas.
Aquí han
encontrado cobijo grupos terroristas y partidos de extrema derecha que han
aprovechado la instantaneidad y la falta de control para esparcir el discurso
del odio, mientras cada vez son más las activistas que abandonan sus cuentas,
hartas de estar en la diana permanente del verbo exacerbado.
Confrontar
y erradicar estas prácticas son los retos más inmediatos que Twitter deberá
afrontar, o de lo contrario, la sangría que le hizo perder un millón de
usuarios en 2018 continuará hasta convertir lo que podía haber sido una
herramienta transformadora en el ámbito de la comunicación, en un erial de
trolls, bots y fake news.
Fuente:ctxt.es