7 de abril de 2019

TWITTER. Campañas electorales y vicios ocultos.

En la red han encontrado cobijo grupos terroristas y partidos de extrema derecha que han aprovechado la instantaneidad y la falta de control para esparcir el discurso del odio.
Hace pocos meses, ayer como quien dice, Vox era motivo de burla. El partido de Santiago Abascal se comportaba en las elecciones como un chiste que no funcionaba. En los comicios generales de junio de 2016 obtuvo un 0,20% de los votos, o lo que es lo mismo, apenas 47.182 personas depositaron la papeleta verde en las urnas. Han pasado poco menos de tres años y los sondeos le otorgan entre 30 y 50 diputados en la convocatoria del próximo 28 de abril, tras haber conquistado 12 asientos en el Parlamento de Andalucía. ¿Qué ha pasado para que, en un período de tiempo tan corto, un mal chiste se haya convertido en una broma pesada?
Cuando en febrero 2007, Federico Jiménez Losantos acudió a La Noche de Quintero, programa que el Loco de la Colina presentó en TVE, y dijo lo siguiente: “No creo que en España surjan partidos de extrema derecha mientras que el PP no abandone la defensa de la unidad nacional”, el tiempo demostró que no iba desencaminado.
El proceso soberanista en Cataluña ha conseguido abrir una espita en el hasta ahora inamovible régimen del 78, y aunque los pilares del tardofranquismo se han demostrado sólidos ante la adversidad, de aquella grieta han surgido los fantasmas de la ultraderecha, mal que le pese a Aznar, pues durante 40 años habían dormitado plácidamente en las anchas posaderas del PP.
Para el espectro político más reaccionario, Rajoy llegó mal y tarde al auxilio de la sacrosanta unidad del Estado, y es ahí, entre los alaridos de los que ansiaban el ruido de los tanques por la Diagonal, donde Vox ha encontrado un caladero de votos en la España carpetovetónica.
Acusar a los independentistas catalanes de haber despertado el “fantasma del fascismo”, como hizo Pablo Iglesias, sería tan ruin como señalar a la lengua muy larga y a la falda muy corta, en lugar de al abusador, pero bien es cierto que los templarios de Abascal han sabido utilizar el diálogo de sordos entre Cataluña y España para atraer a los nostálgicos de aquellos tiempos donde el vetusto imperio solucionaba los problemas territoriales poniendo una pica en Flandes.
El río estaba revuelto, pero a Vox le faltaba la red con la que proceder a la captura. En aquellos días, los medios de comunicación estaban fascinados por la planta de caballero y el aspecto de yerno perfecto que un Albert Rivera bendecido por los aromas del Ibex35 destilaba en los platós de televisión, mientras que la formación de Abascal tenía que conformarse con el pestilente hedor a Varón Dandy que rezumaban los programas de Intereconomía. Fue entonces cuando irrumpió en escena otro hidalgo de perfume naftalino y le mostró a Vox el camino para transitar desde los márgenes del debate público al centro mismo de la conversación.
Durante años, Donald Trump deambuló por un camino paralelo al de los partidos de extrema derecha españoles. El multimillonario neoyorkino era el convidado de piedra en la carrera electoral, el elemento histriónico con el que las televisiones estadounidenses animaban los tediosos procesos de primarias, la chanza de los humoristas de la stand up-comedy, el bufón, triste y patizambo, que hacía reír a carcajadas al establishment de Washington. Pero entonces, en aquel trayecto hacia el ostracismo, Trump se cruzó con el multimillonario Robert Mercer, un ultraconservador anarco capitalista que estaba dispuesto a invertir una fortuna para devolver al país al trote de la América tradicional, y que contaba, entre sus peregrinos del Mayflower, con un tal Steve Bannon.
De Stephen Kevin Bannon se ha hablado largo y tendido. El asesor que impulsó a Trump hasta la Casa Blanca supo interpretar mejor que nadie el descontento de una ciudadanía que acabó hastiada de los lugares comunes de la administración Obama, y entendió que para catalizar todo aquel hartazgo existía un subterfugio a salvo de la alienación de los medios de comunicación.
La batalla por el discurso se juega hoy en internet, y es allí, en el tablero de las redes sociales, donde los nuevos populismos de extrema derecha han sabido moverse como los viejos maestros soviéticos del ajedrez.
El triunfo del discurso del odio, de la aversión al diferente, del patrioterismo rancio del himno y de las banderas; la victoria de una idea de país tan pequeña que podía caber en una caja de zapatos, es a su vez el fracaso de los grandes gigantes de Silicon Valley para acabar con la toxicidad que domina las redes sociales.
“Hemos fracasado”, reconocía Jack Dorsey, CEO de Twitter, durante una entrevista con la periodista Kara Swisher, acerca de lo infructuoso que han resultado las iniciativas que el servicio de microblogging ha puesto en marcha para intentar frenar el acoso que sufren muchos de sus usuarios.
El periodista Manu Garrido desgranaba hace poco, en un artículo, algunos datos que evidenciaban esta incapacidad, como los 4 millones de tuits antisemitas que se publicaron en 2017, o los mensajes de acoso (uno cada 30 segundos) que reciben mujeres políticas y periodistas, o lo que es aún más sintomático, la inseguridad de sus propios trabajadores; la compañía ha pedido mantener su anonimato a los medios de comunicación que han visitado sus oficinas, por miedo a posibles represalias.
Las rendijas de seguridad de Twitter, permiten cada día la bilis iracunda de los trolls, los dogmas teledirigidos de los bots y las falacias de las fake news. Y de postre, un poco de la leyenda, o no, del shadow banning.
Lo cierto es que el shadow baninng existe, pero Twitter argumenta que, lejos de las teorías conspirativas que prenden en los mentideros de internet, se trata de una estrategia para combatir el acoso, que también utilizan otras plataformas como Reddit o Instagram.
Según un artículo de The Verge, la web del pájaro azul comenzó a implementar una serie de nuevos filtros para prevenir el hostigamiento y excluir de la conversación a aquellos perfiles que suelen utilizar un lenguaje amenazante. Lo hace mediante un análisis automatizado de palabras prohibidas, entre las que se encuentran “subnormal”, “puta”, “retrasado”, “maricón”, “gordo”, “negrata” o los términos “matar”, “morir” y “muerte” en todas sus formas. El problema reside en que la decisión sobre qué resulta amenazante o vejatorio recae en un algoritmo que no puede interpretar el contexto, y es en este vacío donde han florecido una serie de cuentas que se dedican a reportar usuarios contrarios a su ideología.
Otra gran problemática para la que Twitter se ha mostrado inoperante es la de los bots; cuentas automatizadas creadas para difundir mensajes y retuitear spam, en torno a las cuales ha germinado el floreciente negocio de las llamadas granjas de trolls.
No se trata de la injerencia rusa en los procesos electorales de Europa y Estados Unidos, como han defendido algunos medios de comunicación. La explicación es mucho más trivial; son empresas que explotan a parados, estudiantes, publicistas en apuros, amas de casa e incluso jubilados. Solo necesitan conocer el manejo de las redes sociales y seguir las directrices que les marca el patrón. Es un negocio precario, con un salario de miseria que oscila según el volumen de tuits que sean capaces de producir. Cuando una marca o un partido político quiere colocar un mensaje en la conversación de las redes sociales, los granjeros diseminan el encargo utilizando hashtags e interactuando entre ellos. Atacan en grupo y se han demostrado muy eficaces en la consecución de sus objetivos.
La usabilidad de las granjas de trolls también funciona para aumentar la popularidad de un usuario, o para desprestigiarla. En 2016, la cuenta de Mariano Rajoy experimentó un crecimiento de 60.000 nuevos seguidores en apenas unos días. Perfiles con nombres en árabe y sin apenas actividad comenzaron a interesarse por las opiniones del por entonces presidente del gobierno, y aunque pudiera parecer que se trató de una estrategia para incrementar la nombradía del líder popular, una investigación interna de Twitter apuntó todo lo contrario.
Cualquiera puede comprar miles de seguidores falsos, para uno mismo o para un tercero, sin que éste lo sepa o haya dado previamente su consentimiento. Esto podría explicar otro de los mayores entuertos a los que han tenido que hacer frente en las oficinas del pájaro azul, cuando a principios de 2018, usuarios como @jonathanmartinz @protestona1 o @xuxipc denunciaron que sus seguidores reales estaban siendo sustituidos por centenares de cuentas falsas. Fue tal el revuelo que Twitter tuvo que salir al paso argumentando que se trataba de un bug (un error de software) de solución, dijeron, “casi inmediata”.
Dejando a un lado las ocurrencias cuartomilenaicas que algunos tuiteros alimentan, la realidad es mucho menos atractiva. Twitter, como reconoció el propio Dorsey, ha fracasado en sus intentos por mantener la interacción dentro de los límites de un ambiente respirable. Lo que en un principio fue concebido como un servicio para intercambiar opiniones, se ha convertido en una ciénaga donde mujeres, homosexuales y minorías raciales son permanentemente hostigadas.
Aquí han encontrado cobijo grupos terroristas y partidos de extrema derecha que han aprovechado la instantaneidad y la falta de control para esparcir el discurso del odio, mientras cada vez son más las activistas que abandonan sus cuentas, hartas de estar en la diana permanente del verbo exacerbado.
Confrontar y erradicar estas prácticas son los retos más inmediatos que Twitter deberá afrontar, o de lo contrario, la sangría que le hizo perder un millón de usuarios en 2018 continuará hasta convertir lo que podía haber sido una herramienta transformadora en el ámbito de la comunicación, en un erial de trolls, bots y fake news.
Fuente:ctxt.es