El crecimiento del populismo, de extrema derecha y extrema izquierda, así como, de movimientos antiglobalistas, sólo se pueden entender como consecuencia del incremento de la desconfianza hacia las instituciones democráticas derivadas de la sumisión de la clase política de ideologías tradicionales a los intereses de las élites.
En puridad, este es
uno de los mayores desafíos a los que se está enfrentando la democracia a
principios de este siglo XXI. Cierto que los riesgos que pueden atenazar a las
democracias, o en sí misma a la Democracia como elemento cohesionador de un
sistema político concreto, no es nada nuevo, ergo nunca desde la IIGM estas
habían estado tan cerca del abismo.
Dos son las variables
exógenas que pueden ejercer una fuerza tal capaz de destruir la democracia. De
un lado, el aumento del autoritarismo, y de otro, las malas actuaciones de la
clase política, que en muchas ocasiones resultan determinantes en ese alejamiento
de la ciudadanía hacia la misma.
Cuando hablamos de
autoritarismo, no hacemos referencia a un sistema político dado, sino a una
forma de adormecer una democracia a través de distintas vías, como
la económica, junto a una incesante cascada mediática e intelectual, contando
con los recursos y medios suficientes como para vapulear de manera constante y
precisa el sistema democrático imperante
Si alguien piensa que
en los países y las potencias occidentales todavía existe la democracia, se
está equivocando. La democracia murió en el año 2008 con la creación de un
escenario en el que los intereses de las élites se han priorizado a la defensa
del bienestar de la ciudadanía. Para que esta situación haya sido efectiva ha
sido necesaria la complicidad de la clase política y de las distintas
administraciones públicas, sobre todo de la Justicia.
Coincidiendo con el inicio
del Foro Económico Mundial de Davos, fue publicado un informe de Oxfam Intermón
en el que se demuestra cómo se está produciendo una acumulación de riqueza
alarmante mientras que las clases medias y trabajadoras han disminuido su
capacidad adquisitiva.
Sólo en los últimos
tres años el 1% más rico del mundo acumula la mitad de los activos de todo el
mundo. Mientras tanto, el resto de la humanidad ha perdido 1,5 billones de
dólares que equivalen a 25 días de salario mensual.
En España, el 10% más
rico acumula la mitad de la riqueza nacional, mientras que el 1% de la
población acapara el 22%.
En un Estado
democrático y de derecho, que es lo que suponen que son las democracias, esto
es inadmisible. La sumisión de la clase política que tradicionalmente ha
gobernado en los países democráticos, es decir, socialdemócratas, liberales y
centro derecha, ha sido la causante de esa acumulación irresponsable de
riqueza, del incremento de la desconfianza en las instituciones por parte de la
ciudadanía y del crecimiento de las opciones populistas de extrema derecha,
extrema izquierda y los movimientos antiglobalistas.
Los ciudadanos de las
democracias occidentales ya no confían en las administraciones públicas tanto
como antes. No hay democracia porque quienes gobiernan en realidad y se
benefician del sistema es una minoría. Es el gobierno de la minoría.
Distintos estudios
sociológicos señalan que, tras la II Guerra Mundial, un 75% de los ciudadanos
de las democracias occidentales confiaban en que los gobiernos elegidos por el
sufragio libre del pueblo harían lo correcto casi siempre o la mayor parte del
tiempo. Sin embargo, la tendencia comenzó a tornarse levemente bajista en las
décadas de 1960 y 1970. Los cambios sociales y el incremento de las clases
medias hicieron que las necesidades crecieran.
En los últimos 20
años del siglo XX, el ataque neoliberal al Estado del Bienestar iniciado por
Margaret Thatcher y Ronald Reagan, provocó que la desconfianza en las
instituciones públicas aumentara, a pesar de coincidir con una época de
expansión económica.
Sin embargo, en las
últimas dos décadas esos modestos niveles de confianza se han evaporado por
completo por culpa de la ineficacia de los gobiernos para resolver las
necesidades reales de la ciudadanía. Según diferentes estudios, sólo un 15% de
los ciudadanos de las democracias occidentales confía en sus administraciones
públicas.
A esto se une la
desconfianza hacia las grandes empresas porque, precisamente, son las que se
están beneficiando de la creciente desigualdad que reflejan los datos del
informe de Oxfam. Las diferencias salariales en momentos de crisis muestran el
sistema que se ha creado. Las elevadísimas remuneraciones de los directores
ejecutivos simbolizan a la perfección cómo los políticos están permitiendo que
las clases dominantes se enriquezcan a costa de los trabajadores. Los niveles
salariales de los directores ejecutivos, según ha detallado el Instituto de
Política Económica, se han disparado en alrededor de un 1.460% por ciento desde
1978.
Hay otras situaciones
que los políticos no pueden (o no quieren) resolver mientras los que más tienen
siguen incrementando sus riquezas. Mientras en muchos países democráticos han
vuelto las largas colas para poder obtener alimentos, los beneficios empresariales
se disparan. Las pequeñas y medianas empresas no cuentan con la atención de la
clase política y no resulta inhabitual se produzcan graves retrasos en el pago
de las nóminas de sus trabajadores.
Por otro lado,
mientras los directores ejecutivos de las grandes empresas incrementan sus
salarios de manera desproporcionada, los gobiernos permiten los abusos y los
fraudes laborales que derivan en el pago de sueldos por debajo del salario
mínimo o las horas extra sin remunerar.
Las familias de las
clases medias y trabajadoras ven cómo sus gobiernos no dedican recursos
suficientes para el control de estos empresarios. Esta situación lo que provoca
es que las empresas tengan impunidad absoluta. Es normal que haya desconfianza
en las administraciones públicas.
Por el contrario, los
ricos Los disfrutan de todo tipo de tratamientos especiales por parte de los
gobiernos, sobre todo a través de políticas fiscales que incentivan el fraude,
la elusión y la evasión. Además de leyes ineficaces o que materializan la injusticia,
como sucede en la Comunidad de Madrid, las normativas fiscales de las
democracias dejan puertas abiertas para, por ejemplo, que los activos de
capital tengan una tributación mínima o nula, lo que supone un refugio para que
los millonarios oculten patrimonio en acciones o productos bursátiles para
reducir su aportación al Estado del Bienestar.
Esta situación que
propugna la falsa creencia de que si los ricos o las grandes empresas no pagan
impuestos habrá más puestos de trabajo o mejores salarios es la que, desde un
punto de vista social, está generando el fracaso de los estados democráticos. Los
ciudadanos ven cómo sus gobiernos no incrementan su inversión en sanidad,
educación, políticas activas de empleo, recursos para la vivienda pública,
subidas de salarios o de pensiones porque la clase política ha caído en la
trampa de los poderosos: no hay protección social porque no existe la
recaudación que deberían sostener los que más tienen o los que más ganan.
Además, los
ciudadanos ven que no pueden encontrar la justicia en los tribunales cuando
esas clases dominantes cometen abusos o perpetran delitos. En la gran mayoría
de los países democráticos existe la percepción de que la corrupción judicial
es un hecho. En algunos, la percepción pasa a ser evidencia.
Por tanto, tras el
2008 los ciudadanos han perdido la confianza en las democracias y en las
administraciones públicas porque el sistema ha virado hacia la protección de
los poderosos, no de los ciudadanos. Esa es una de las razones del crecimiento
de los populismos de extrema derecha, extrema izquierda o de los movimientos
antiglobalistas. Por esa razón, en Estados Unidos volverá a gobernar un
personaje tan nocivo como Donald Trump, en Italia gobierna Giorgia Meloni y en
Argentina David Milei, por citar sólo algunos. Los ciudadanos ya han probado
votar a socialdemócratas, a liberales o a cualquiera de las tendencias del
centro derecha. Todos ellos han fallado y, por tanto, sólo queda confiar en
quienes prometen romper el sistema, algo que es una falsa esperanza porque ese
sistema tiene todos los recursos posibles (y puede comprar lo imposible) para
frenar a quien tenga que frenar.
Fuente: Diario16.com y Infolibre.com