América Latina y el Caribe ofrecen importantes ventajas comparativas para las inversiones en energías renovables como la geotérmica, la eólica, la solar, o la hidroeléctrica. Orientar a las empresas europeas en esa dirección será decisivo.
Porque, aunque no haya estado exento de desacuerdos —como en cualquier gran
familia—, el reencuentro ha sido mucho más cálido y fructífero de lo esperado.
La Unión Europea se ha comprometido a invertir 45.000 millones de euros hasta
2027 en América Latina y el Caribe, y ambas partes se muestran más optimistas
ante la perspectiva de concluir acuerdos de libre comercio pendientes desde
hace años.
Un
éxito, pues. Pero en realidad, a ambos lados del Atlántico, sabemos que no nos
queda otra opción. Esta imperiosa necesidad de pasar a la acción de forma
urgente y colectiva tiene un nombre: cambio climático. Urgente, porque no
podemos perder más tiempo. Ya tenemos suficiente análisis y evidencia de lo que
supone la crisis climática y de su impacto, especialmente para los más
vulnerables. El planeta acaba de tener la semana más calurosa jamás registrada.
Mientras que Europa hace frente a veranos tórridos, sequías e incendios, los
científicos advierten que la Amazonía está en peligro de convertirse en una
sabana, con consecuencias dramáticas para todo el planeta. Según el Banco
Mundial, en América Latina y el Caribe los desastres climáticos provocaron una
pérdida promedio de 1,7% del PIB anual durante las últimas dos décadas. Y,
lamentablemente, lo peor está por venir.
El
impacto es especialmente devastador en las economías del Caribe: ocho países
figuran entre los 20 con mayores pérdidas económicas y cinco de ellos en
términos de muertes per cápita. Los desastres climáticos podrían empujar a la
pobreza extrema a entre 2,4 y 5,8 millones de personas de aquí a 2030. No es
casualidad que haya sido Mia Mottley, primera ministra de Barbados, quien diera
el grito de alarma en noviembre de 2021. Su intervención suscitó un debate —muy
oportuno y necesario— sobre cómo financiar las inversiones que se necesitan
para enfrentar los efectos del cambio climático, lo cual es absolutamente
imposible si no es mediante una acción colectiva. Porque la naturaleza global
de esta crisis requiere actuaciones multilaterales, y porque la magnitud de las
inversiones requeridas resulta imposible de financiar sino es mediante la
movilización de capital privado.
Si
tomamos como ejemplo la infraestructura básica, se calcula que las graves
deficiencias en materia de agua y saneamiento, energía, transporte y
telecomunicaciones son responsables, cada año, de la reducción de un punto
porcentual del crecimiento económico. Para cerrar las brechas existentes, se
requiere invertir más de un 3,1% del PIB de la región. Un esfuerzo que los
gobiernos por sí solos no pueden realizar y que podría acelerarse
considerablemente con la intervención del sector privado.
América
Latina y el Caribe ofrecen importantes ventajas comparativas para las
inversiones en energías renovables como la geotérmica, la eólica, la solar, o
la hidroeléctrica. También tiene un fuerte potencial para la producción del
llamado “hidrógeno verde”, una industria clave para descarbonizar la producción
de metal, cemento, cerámica y químicos. Chile, por ejemplo, podría producir 160
millones de toneladas de hidrógeno verde al año, posicionándose como uno de los
países más competitivos en esta fuente de energía limpia.
Orientar
las inversiones de las empresas europeas en esta dirección será decisivo. De
hecho, ésta es una de las principales líneas de acción de la Corporación
Financiera Internacional, el brazo del Banco Mundial que apoya las inversiones
para el desarrollo del sector privado. Tenemos la oportunidad —¡y el imperativo!—
de fomentar inversiones con mecanismos de financiación centradas en la
sostenibilidad medioambiental y la preservación de los recursos naturales, como
por ejemplo la emisión de bonos verdes. Por eso es importante que, tanto en la
UE como en la Celac, se adopten criterios rigurosos – las llamadas “taxonomías
verdes” - para evitar la tentación del blanqueo verde o “greenwashing”.
Pero
no solo se trata de movilizar capital nuevo. También es necesario cambiar parte
de la asignación de recursos públicos. Tomemos como ejemplo los subsidios. De
acuerdo con un reciente informe del Banco Mundial , los subsidios para el
consumo de combustibles fósiles, agricultura o pesca no sostenible, exceden los
siete billones de dólares al año, equivalente a un 8% del PIB mundial. Resulta
paradójico que tres cuartas partes de todos los subsidios que se conceden en el
mundo relacionados con el sector energético se dediquen a combustibles fósiles,
en lugar de a facilitar la transición a fuentes de energía limpia.
Ello
no solo supone una pésima asignación de recursos públicos, sino que impide usar
esos recursos para acelerar el cambio a modos de producción más sostenibles,
generando los incentivos adecuados. Todo ello, sin mencionar el carácter
altamente regresivo que estos subsidios generan, beneficiando más a los que más
consumen en lugar de a los más vulnerables. Es menester recordar que en América
Latina el 32% de la población vive por debajo del umbral de la pobreza, y el
13% se encuentra en situación de pobreza extrema.
La
Unión Europea representó una tercera parte de toda la inversión directa
extranjera en la región en 2021. De cara a la COP30 que se celebrará en Brasil
en 2025 en la Amazonía, podemos ahora hacer mucho más y trazar un camino
ambicioso por el que las dos regiones caminen hombro con hombro, y de forma
urgente, para construir sociedades más resilientes e inclusivas, y luchar
contra la gran crisis climática en la que nos encontramos.
Fuente: El Pais.com