Y no solo por el cambio climático, que
también (a pesar de lo que digan los sesudos jueces de la Corte Suprema de
EEUU), sino y sobre todo por la invasión de Ucrania, que ha desencadenado el
rearme global y el alineamiento por bloques de los países a nivel mundial, que en sí mismo no es peligroso, pero si sus
consecuencias.
El mundo se adentra
en una fase de convulsión sin parangón en las últimas décadas. La guerra de
Rusia en Ucrania es un factor que precipita dinámicas polarizadoras que ya se
venían produciendo por las tensiones entre Occidente y China. Por un lado,
cierran filas las democracias occidentales con sus aliados asiáticos, como
muestran las cumbres del G-7, la OTAN y la UE de estos días. Por el otro, Rusia
y China intentan converger y, a la vez, atraer a otros países, como evidencia
la cumbre de los BRICS del jueves.
La insólita
acumulación de cumbres en el arco de una semana toma el pulso de esta tendencia
polarizadora con brutales consecuencias desgarradoras, que acarrea serios
riesgos de conflictividad en el futuro próximo. En ella, Occidente retiene una
preeminencia en prácticamente todos los ámbitos, pero China avanza a pasos de
gigante en todos los frentes y Rusia dispone de activos energéticos y militares
de gran alcance estratégico.
Las cumbres de estos
días, además, demuestran que Occidente cuenta con un mayor nivel de cohesión
interna. La agresión rusa ha cerrado filas, en el seno de la OTAN ―a la que
ahora quieren adherirse Suecia y Finlandia― o entre democracias occidentales y
orientales como Japón o Corea del Sur. Al otro lado, pese a las altisonantes
palabras, la relación entre Rusia y China exhibe un recorrido todavía limitado,
y la declaración final de la reunión de los BRICS ―como toda su trayectoria―
expone su sustancial infertilidad.
De entrada, destaca
la cohesión entre los aliados de la OTAN ―que suman más de la mitad del gasto
militar mundial― o entre potencias occidentales y sus socios de la región
Asia-Pacífico. Los 29 países que ofrecen ayuda militar a Ucrania también superan
la mitad del gasto militar global. Además, en el nuevo contexto marcado por la
agresión rusa, varios países de la galaxia occidental están planificando
consistentes subidas de las inversiones militares para los próximos años.
En el terreno
tecnológico, también, EE UU y los países democráticos retienen una considerable
ventaja, sobre todo gracias al poderío de tantas empresas estadounidenses de
vanguardia, lo que repercute en ventaja estratégica para el país. En este
dominio también, la coordinación entre países occidentales, por ejemplo en
materia de servicios de inteligencias, marca una fuerte diferencia con respecto
a la mucho más laxa cooperaciónentre Pekín y Moscú.
Aun así, China va
ganando rápidamente terreno tanto en lo militar, con ingentes inversiones, como
en lo tecnológico, con el florecer de un consistente ecosistema de grandes
empresas punteras. Europa se halla, en cambio, rezagada en este apartado, y
busca compensar su retraso con planes de refuerzo de su autonomía estratégica.
En este contexto, es
preciso señalar la relevancia de Taiwán, por su fuerte industria en el
fundamental sector de los microchips, y por su gran potencial como punto de
conflicto entre las dos potencias globales: con una China determinada a
conseguir una reunificación, y unos EE UU comprometidos con el territorio
democrático.
Pese a que la ventaja
del entramado occidental en su conjunto es evidente, sería un error
sobrestimarla e infravalorar el potencial de sus adversarios. Occidente afronta
dificultades para mantener un rumbo cohesionado e incisivo en un momento en el
que sufre gravísimas repercusiones a causa del entorno conflictivo. Los
cimientos de su unión no están en cuestión, pero sí su capacidad de proyectar
una posición unitaria y fuerte. El malestar por las turbulencias vinculadas a
la guerra y a las sanciones a Rusia, en términos de escalada de precios,
escasez de suministros, posibles oleadas migratorias, puede fomentar el disenso
en las opiniones públicas y quebrar la cohesión.
Y por el otro lado,
si bien no existe nada comparable a una alianza militar estrecha como la OTAN o
una cooperación política y económica como la UE, sí hay factores que desempeñan
un papel fundamental. China y la India han incrementado de manera muy
significativa sus compras de crudo ruso. Lo hacen a precio descontado con
respecto al que sería el nivel de mercado. Aun así, compensan de manera
sustancial el golpe propinado a la industria petrolera rusa por las sanciones
occidentales, lo que tiene una enorme importancia estratégica.
El dominio energético
es el aspecto más evidente del proceso de reconfiguración de la globalización
en marcha y que va más allá de la desconexión de los combustibles fósiles
rusos. La creciente desconfianza hacia China impulsa una reflexión ―y acción―
en Occidente para reorganizar también las cadenas de producción. El objetivo
estratégico de las democracias liberales es depender menos de la potencia
manufacturera china, diversificando líneas, adquiriendo mayor autonomía. Se
trata de un proceso lento, pero de enorme calado.
Aun así, resulta
improbable, o al menos prematuro, considerar que esto desemboque en una
desglobalización. Se perfila más bien como un rediseño de la misma. La
envergadura de los lazos económicos y comerciales es enorme, y de alguna manera
constituyen un contrapeso a las fuerzas polarizadoras.
La observación de los
datos de exportación evidencia los países que tienen un interés especial en el
mantenimiento de un orden global con un marco comercial estable. China y
Alemania destacan como los dos grandes gigantes de la exportación. Berlín,
precisamente, impulsó, durante su presidencia rotatoria de la UE en el segundo
semestre de 2020, la firma de un nuevo acuerdo con Pekín en materias de
inversiones y comercio. El pacto, sin embargo, ha naufragado en los posteriores
procesos de ratificación.
La conciencia de la
necesidad de reducir la dependencia del mercado chino se ha ido acrecentando en
Europa y también en la industria alemana, y este factor se ha sumado a la
fuerte divergencia de EE UU, iniciada bajo la presidencia de Trump con una
guerra comercial, y que prosigue ―con algo menos de animosidad, pero con un
planteamiento sustancialmente parecido― bajo la presidencia de Biden.
La vinculación
comercial entre los dos gigantes del mundo es profundísima. China es el mayor
mercado de importación para EE UU, y este es el mayor de exportaciones para
Pekín. Las cosas están cambiando. Apple, quizá el mayor símbolo de la
vinculación entre tecnología estadounidense y manufactura china, está
desplazando líneas de producción a Vietnam, donde cuenta con fabricar aparatos
como iPad y AirPods. Muchas otras empresas se hallan en procesos parecidos,
pero la imbricación es tan profunda, engrasada y lucrativa que no es previsible
que se desarrolle de forma abrupta y radical.
El sector financiero
es otro factor de imbricación, como muestra, entre otros factores, el gran peso
de China entre los acreedores del Tesoro de EE UU. Los elementos de
interrelación entre EE UU y China tienen una especial importancia para la
lectura de un orden mundial en metamorfosis. Rusia tiene un relevante peso
estratégico y una fuerte capacidad de desestabilización (por su arsenal
nuclear, sus recursos energéticos y su tamaño geográfico), pero el mundo del
futuro depende eminentemente de qué tipo de relación mantendrán las dos
auténticas superpotencias, y del posicionamiento de otros actores clave, como
la UE, la India o la propia Rusia, dentro del tablero marcado por los dos
titanes.

En el sector
financiero, como en el militar y el tecnológico, EE UU sigue disponiendo de un
estatus de preeminencia enorme gracias al dólar y su posición dominante en los
mercados globales. Es con gran diferencia la divisa más utilizada en las
transacciones y a la que más se recurre en concepto de reservas.
El sector energético
es otro factor determinante en la actual convulsión. La guerra en Ucrania ha
provocado un shock, con Occidente decidido a prescindir de los combustibles
fósiles rusos.
La UE sufre una elevada dependencia de Rusia en este sector, lo
que está provocando especiales turbulencias. El impacto en la inflación es ya
elevado, y Rusia parece determinada a usar de forma agresiva esta herramienta,
como demuestran las recientes medidas para reducir los suministros a Alemania e
Italia, dos grandes clientes.
El Kremlin,
probablemente, considera que en gran medida puede compensar las pérdidas por
esas ventas gracias a los altos precios y una redirección ―especialmente del
crudo, más manejable― hacia otros clientes asiáticos.
También parece sopesar la
probabilidad de que será capaz de gestionar el sufrimiento de la sociedad rusa
―sometida a una fuerte represión― mejor que los Gobiernos europeos ante sus
opiniones públicas libres y crecientemente inquietas por el deterioro de la situación.
La presión de las opiniones públicas sobre sus Ejecutivos podría producir una
reorientación de sus políticas exteriores.
El desgarro de los
vínculos energéticos con Rusia demuestra que el actual momento de convulsión es
tan potente que incluso lazos profundos pueden ser cortados. Esa dinámica, los
síntomas de reconfiguración de las cadenas de suministro, o el estrechamiento
de alianzas como el Aukus (Australia, Reino Unido, EE UU) apuntan que las
fuerzas polarizadoras están prevaleciendo sobre las integradoras.
Los principales polos
buscan, a su vez, atraer hacia su órbita a los países que no se sitúan de forma
definida en un bando. Significativamente, los BRICS invitaron a asistir a su
cumbre a una docena de países, entre ellos Irán, Indonesia, Argelia y
Argentina. El G-7, a su vez, ha invitado a la India, Sudáfrica, Senegal o
Argentina, mientras la OTAN, por primera vez, ha invitado a líderes asiáticos
de países como Australia, Japón, Corea del Sur y Nueva Zelanda. Este es el gran
juego del siglo XXI. El riesgo de conflictividad es mucho más elevado que en
las décadas anteriores.
Fuente: El País.com